martes, 15 de marzo de 2011

Cuento - Nadie sabía quien era y nadie le prestó atención

N
adie sabía quien era y nadie le prestó atención. Llegó sin previo aviso, como siempre, sin necesidad de grandes celebraciones, firme y alegre y añejo. Vestía ropa clara y llevaba un bolso de cuero que por medio de un cordel sostenía a su espalda. No era, sin embargo, una persona anciana: cualquiera habría opinado rápidamente que solo cargaba una veintena de años. Pero sus ojos decían lo contrario. Con un paso calmo y constante, con una sonrisa incontenible entre labios que ensayaban las frases nacidas en soledad, así caminaba esta persona y yo la vi, y le presté atención. No fue fácil, porque al principio lo ignoré, como todos; como vos que lees esto y lo creíste uno más. Fue como si algo reavivase en mí; lo seguí.
Caminaba saludando a los vecinos, como si hace años los conociera, como aquel anciano del barrio que recuerda todos los líos que cometieron los adultos en su niñez. De a ratitos ayudaba a alguna señora a cruzar la calle, comentaba del clima con el canillita, esperaba ansioso en los semáforos aunque no circularan autos. Siempre avanzaba entre árboles castigados en el invierno; siempre adelante con un silbido entre labios o un verso. Porque para el que esperó mucho tiempo, un poco más de tiempo no es eternidad. Llegó al fin a la plaza central, respiró profundo y exhaló vida. Algunos árboles entrechocaron sus ramas, otros bostezaron sin boca y sin aliento. Caminó hasta un roble y se paró junto a una señorita que aguardaba sin desesperación los pasos del joven. Con su brazo izquierdo la abrazó por sobre los hombros y ella recostó de lado su cabeza en él. Entonces él alzó el brazo derecho hasta una rama baja y cercana del roble y en un susurro dijo: “Despierta, perezoso”. De pronto, casi inexplicablemente la corteza de la rama reverdeció, comenzaron a surgir las hojas tímidas y solo una flor, la más hermosa que vi en la época, asomó. Ellos se abrazaron más fuerte y se dijeron a los ojos todas esas frases nacidas en la espera. De repente ella lo empujó, rió y pronunció: “¡mancha!”, y salieron corriendo por la plaza, antes jóvenes, ahora niños como de seis años que disfrutaban sin preocupaciones. Al rato, por las calles, eran tiernos amantes entre árboles y aleros; por la tarde, junto al sol, envejecían y compartían historias de antaño, con sabiduría y aceptación.
Con esta primavera recordé todas aquellas que fueron. Ellos sin nada que temer, amantes eternos, danzando incansables, esperando pacientes, cantando alegres, viendo el mundo ser y renacer. Al fin y al cabo los niños son los únicos que entienden de la vida, dedicados enteramente al placer de ser feliz.

sábado, 12 de marzo de 2011

Cuento - De las hojas de otoño

Y

a no me animo a arrancarle las hojas a los árboles o, de un fuerte sacudón, despojarlos de su grandeza. Hace tiempo me interrogaba sobre la utilidad del otoño e invierno; me preguntaba si todo el año, todos los años, podría ser una eterna primavera ¡Como cambiaría el carácter de la gente! ¡Cuanto color y vida tendría el andar cotidiano! Pero mis interrogantes no nacían de una duda, sino más bien, de mis pocas ganas de barrer dos veces al día las hojas del patio y la vereda. Había encontrado el modo de solucionarlo: sacudía por la mañana muy fuerte las ramas principales de los árboles y, cuando las hojas terminaban su peregrinaje hacia el suelo, procedía a barrer. Hasta aquí todo marchaba bien; solo unas pocas veces el viento burlón arrastraba a mi vereda las hojas de otros árboles, de otras veredas. Desde ese momento, vencido, mis interrogantes volvieron a surgir, no ya sobre el otoño y su existencia, sino sobre la razón de las hojas para dejarse caer y renacer luego. A causa de esto he vivido una historia llamativa y poco creíble, que tengo necesidad de contarte.

Era una mañana otoñal, fresca y amarilla, con todas las veredas plagadas de hojas muertas. Como no estaba interesado en barrerlas no miraba al suelo, pero si me ocupaba en verlas caer. No encontraba explicación, y en casos como este siempre es bueno charlar con otros o salir a caminar para distraer la mente con el aire fresco.

Mientras caminaba, dos o tres veces me cruce con parejas felices tomadas de la mano, o abusando de la excusa del frió para abrazarse bajo el amparo de un alero. Parejas que me demostraron que el otoño sirve para algo, enamorar, y las hojas amarillas para darle un toque de nostalgia a la escena. Comencé a soñar y recordar amores pasados ¡Con ninguna había vivido un otoño de esa manera! Pero sin embargo no encontré la calma que buscaba.

Caminé y caminé, hasta que hastiado del crujir de las hojas debajo de mis zapatos, me tope con la plaza principal, dotada de grandes árboles que se rendían al otoño; entre ellos, una señorita permanecía de pie con las manos en los bolsillos y la mirada atenta a las copas de los árboles. Me acerque, pues ¡Era hipnótica! Cuanto más me acercaba, más se acrecentaba mi sentir de que ella siempre estuvo ahí. No, no era un enamoramiento, si no más bien desconcierto ¿Quien era? ¿Que hacia sola en la mitad de una plaza? ¿Porque modulaba suavemente sus labios? Acaso ¿Le preocupaban las hojas al igual que a mi?

Es común que no nos guste interrumpir la tarea que realiza algún extraño con tanta concentración, pero no pude resistirlo más e interrumpí.

-Disculpe, no quiero faltarle el respeto, pero me trae desconcertado su actitud, parada en la mitad de una plaza, sola y hablándole a las hojas...

-¡No estoy hablándole a las hojas! -dijo interrumpiéndome, seguido de una infantil risa- hablo conmigo, que es algo más común ¿Verdad? -continuó tranquilamente.

-¡Bien! Es verdad, es más fácil encontrarse con gente que se habla a si misma, yo lo hago, pero ¿Por qué mira las copas de los árboles y se entristece? No quiero faltarle el respeto, por favor, solo me dice y me retiro sin más palabras.

-¡No! Quédese, su compañía me hace bien. Miro las copas, pero miro aun más las hojas. Me dedico a contarlas, una a una, copa por copa; es una tarea ardua, pero me llena de esperanzas. Y sí, es tristeza lo que siento ahora: solo unos días pasaron desde que mi amado se fue, solo unos días desde que volvió a emprender su trabajo. Desde el principio de nuestras horas se nos ordenó que nos amasemos, ¡Y que fácil era! Días soleados, corriendo por parques y campos de flores, por riberas de arroyos empedrados, jugando a las escondidas entre los bosques y riéndonos juntos en un abrazo eterno de amistad y compromiso. Todo estaba bien, y viendo nuestros logros, se le encargo a mi compañero una nueva misión: debía ahora cumplir dos órdenes simultáneas, amarme y recorrer el mundo para devolverle la hermosura a otros rincones que habían perecido sin amor. Pero él es más rápido que yo: mientras que yo recorría una distancia y llegaba a la próxima ciudad, el llegaba, la embellecía y se marchaba. Si él me esperaba, su trabajo se transformaba en un fracaso; si pasábamos mucho tiempo juntos, ¡Las ciudades y sitios distantes de deshacían! En cambio, si pasaba mucho tiempo lejos de mi, nuestro compromiso se debilitaba. ¡Que difícil se hacían nuestros encargos! Así que él se dedicó a terminar de reparar todo muy rápido para luego compartir mucho tiempo juntos, pero daba igual, permanecía lejos. Es por eso que cuento hojas, las cuento para distraerme; cuento hojas de árboles que ustedes llama “de hoja caduca”, pues si quito esas nadie lo sospechará. Las quito y las cuento, todas las sumas dan impar, y es bueno que sea así, pues creo que son mensajes que mi amigo me deja mientras pinta a nuevo cada árbol. –frenó y tomó aire muy profundo, estaba feliz de contarme toda aquella historia, y yo emocionado como un niño no podía dejar de escucharla, ni me animaba a interrumpirla; luego de pasear su mirada por el parque volvió a las copas y prosiguió- hace poco que él se fue, y desde ese instante que estoy quitando las hojas: las quito y las cuento, ¡Y todas sumadas dan impar! Me gusta pensar que es un mensaje, ¡Me llena de esperanza! Cuanto más rápido quite las hojas, más rápido él volverá a pintar estos árboles.

Hasta ahí no más llego nuestro diálogo, pues ella se concentró en sus hojas y yo no tuve palabras ni preguntas que pronunciar. Di media vuelta y caminé hasta la esquina de la plaza; solo por curioso giré para mirarla y efectivamente seguía allí, con la mirada fija en las hojas, mientras estas caían a su lado. De un sacudón me deshice de la idea y seguí casi cuatro cuadras hacia mi casa, pero tan pronto como me quise olvidar de lo sucedido, todo volvió a nacer lleno de interrogantes ¿Cómo no me di cuenta de cuán fantástico había sido todo?

Corrí tan ligero como pude, pero no estaba más en aquella plaza; recorrí algunas calles laterales y también otras plazas cercanas, mas no logré encontrarla. Pasaba por aquellos lugares cada vez que hacia un mandado en la ciudad, pero no pude cruzarla ni un solo día. De tanto pensar llegué a la conclusión que en una sola pregunta estaba la respuesta: “¿Cuál es el mensaje que pinta su amante en las hojas de los árboles?”

No me incomodaba que los hechos suenen a fantasía. Mucha gente se rió cuando le conté lo sucedido. Aunque me forzaba a olvidar, siempre renacían las ideas. Mientras caminaba por la ciudad, no podía resistir la tentación de contar las hojas que se desprendían de los árboles. Era una obsesión con una sola salida, ¡Pero jamás la encontraba!

Fue tan solo tres meses después que di con una pista. Pase por el costado de aquella plaza donde comenzó todo, y la vi, nuevamente concentrada en las últimas hojas de un roble. No pregunte nada ni dejé que me viese; me escondí muy cerca para escuchar las palabras que dijese al caer las tres últimas hojas. Se desprendieron una a una, al son de las palabras que la joven pronunciaba, y al terminar las tres su vuelo, ella soltó una dulce risa y dio pequeños saltos, casi infantiles. ¡Que feliz se la veía! ¡Cuanta esperanza tenia en sus ojos! ¡Como iluminaba su sonrisa! Volví en mí, ella ya no estaba. De todas formas, yo había encontrado la respuesta.

¡Era tan simple! Es por eso que ya no me animo a arrancarle las hojas a los árboles. Ahora, en cambio, no soporto ver a mis vecinos golpeando las ramas con las escobas o los niños jugando a las escondidas, camuflándose, en las copas. Debo admitirlo, más de una vez, mientras esperaba el colectivo, me he puesto a contar las hojas y verificar que den impar, pero era una cuenta inútil y desesperante. Me exaspera pensar que los árboles se equivoquen; me perece insoportable la idea de que talvez yo fuese la causa de que la cuenta de par y que los ojos de esa hermosa muchacha pierdan la esperanza. No concibo que por mi causa o por el descuido de la gente, que la naturaleza o un incidente involuntario, se modifique el delicado equilibrio de aquel pintor de primaveras; no puedo pensar un mundo sin la luz de la sonrisa pacificadora de aquellos labios.

¡Me desespera! ¡Es demasiado inquietante! ¿Por qué… por qué tuve yo que escuchar esas palabras? Eran tan simples, tan infantiles, y sin embargo, en esas palabras ella basaba toda su esperanza…

Me quiere…

No me quiere…

¡Me quiere!