lunes, 15 de agosto de 2011

Cartas de un viajero (1)



Hermosa mía:
           Uno de los días de mi trabajo llegué muy lejos al borde del último horizonte, justo antes de que la tierra pegue la vuelta. Allí había unos pocos árboles para despertar, pero como estaba cansado me senté en las raíces de uno de ellos. Al instante escuché unas risas opacas y lejanas, parecía que eran un montón de niños jugando, pero no se veía nada. Después de un rato comenzó un desfile magnífico de rombos, rectángulos y círculos de colores blanco, gris oscuro y negro, todos brillantes en la oscuridad; los cargaban personitas traslucidas que al llegar al valle de los árboles los arrojaban al aire y los remolcaban con hilos casi invisibles. Un ratito después el viento empezó a soplar fuerte y tan fresco que me tuve que acomodar la bufanda, pero cumplía con su misión de elevar las formas ordenadas en el cielo oscuro de la noche naciente. Me dio mucha curiosidad, por lo que me quedé los siguientes atardeceres. Para mi sorpresa descubrí que la coreografía se repetía a la perfección: misma ubicación, mismos colores. Hasta que en ocasiones faltaban personitas y la forma final quedaba incompleta.
Parece una locura, pero nosotros juntos muchas veces lo vimos: cuando nos sentábamos a compartir en silencio la noche, murmurábamos “¡Que hermosa es la luna!”.

martes, 15 de marzo de 2011

Cuento - Nadie sabía quien era y nadie le prestó atención

N
adie sabía quien era y nadie le prestó atención. Llegó sin previo aviso, como siempre, sin necesidad de grandes celebraciones, firme y alegre y añejo. Vestía ropa clara y llevaba un bolso de cuero que por medio de un cordel sostenía a su espalda. No era, sin embargo, una persona anciana: cualquiera habría opinado rápidamente que solo cargaba una veintena de años. Pero sus ojos decían lo contrario. Con un paso calmo y constante, con una sonrisa incontenible entre labios que ensayaban las frases nacidas en soledad, así caminaba esta persona y yo la vi, y le presté atención. No fue fácil, porque al principio lo ignoré, como todos; como vos que lees esto y lo creíste uno más. Fue como si algo reavivase en mí; lo seguí.
Caminaba saludando a los vecinos, como si hace años los conociera, como aquel anciano del barrio que recuerda todos los líos que cometieron los adultos en su niñez. De a ratitos ayudaba a alguna señora a cruzar la calle, comentaba del clima con el canillita, esperaba ansioso en los semáforos aunque no circularan autos. Siempre avanzaba entre árboles castigados en el invierno; siempre adelante con un silbido entre labios o un verso. Porque para el que esperó mucho tiempo, un poco más de tiempo no es eternidad. Llegó al fin a la plaza central, respiró profundo y exhaló vida. Algunos árboles entrechocaron sus ramas, otros bostezaron sin boca y sin aliento. Caminó hasta un roble y se paró junto a una señorita que aguardaba sin desesperación los pasos del joven. Con su brazo izquierdo la abrazó por sobre los hombros y ella recostó de lado su cabeza en él. Entonces él alzó el brazo derecho hasta una rama baja y cercana del roble y en un susurro dijo: “Despierta, perezoso”. De pronto, casi inexplicablemente la corteza de la rama reverdeció, comenzaron a surgir las hojas tímidas y solo una flor, la más hermosa que vi en la época, asomó. Ellos se abrazaron más fuerte y se dijeron a los ojos todas esas frases nacidas en la espera. De repente ella lo empujó, rió y pronunció: “¡mancha!”, y salieron corriendo por la plaza, antes jóvenes, ahora niños como de seis años que disfrutaban sin preocupaciones. Al rato, por las calles, eran tiernos amantes entre árboles y aleros; por la tarde, junto al sol, envejecían y compartían historias de antaño, con sabiduría y aceptación.
Con esta primavera recordé todas aquellas que fueron. Ellos sin nada que temer, amantes eternos, danzando incansables, esperando pacientes, cantando alegres, viendo el mundo ser y renacer. Al fin y al cabo los niños son los únicos que entienden de la vida, dedicados enteramente al placer de ser feliz.

sábado, 12 de marzo de 2011

Cuento - De las hojas de otoño

Y

a no me animo a arrancarle las hojas a los árboles o, de un fuerte sacudón, despojarlos de su grandeza. Hace tiempo me interrogaba sobre la utilidad del otoño e invierno; me preguntaba si todo el año, todos los años, podría ser una eterna primavera ¡Como cambiaría el carácter de la gente! ¡Cuanto color y vida tendría el andar cotidiano! Pero mis interrogantes no nacían de una duda, sino más bien, de mis pocas ganas de barrer dos veces al día las hojas del patio y la vereda. Había encontrado el modo de solucionarlo: sacudía por la mañana muy fuerte las ramas principales de los árboles y, cuando las hojas terminaban su peregrinaje hacia el suelo, procedía a barrer. Hasta aquí todo marchaba bien; solo unas pocas veces el viento burlón arrastraba a mi vereda las hojas de otros árboles, de otras veredas. Desde ese momento, vencido, mis interrogantes volvieron a surgir, no ya sobre el otoño y su existencia, sino sobre la razón de las hojas para dejarse caer y renacer luego. A causa de esto he vivido una historia llamativa y poco creíble, que tengo necesidad de contarte.

Era una mañana otoñal, fresca y amarilla, con todas las veredas plagadas de hojas muertas. Como no estaba interesado en barrerlas no miraba al suelo, pero si me ocupaba en verlas caer. No encontraba explicación, y en casos como este siempre es bueno charlar con otros o salir a caminar para distraer la mente con el aire fresco.

Mientras caminaba, dos o tres veces me cruce con parejas felices tomadas de la mano, o abusando de la excusa del frió para abrazarse bajo el amparo de un alero. Parejas que me demostraron que el otoño sirve para algo, enamorar, y las hojas amarillas para darle un toque de nostalgia a la escena. Comencé a soñar y recordar amores pasados ¡Con ninguna había vivido un otoño de esa manera! Pero sin embargo no encontré la calma que buscaba.

Caminé y caminé, hasta que hastiado del crujir de las hojas debajo de mis zapatos, me tope con la plaza principal, dotada de grandes árboles que se rendían al otoño; entre ellos, una señorita permanecía de pie con las manos en los bolsillos y la mirada atenta a las copas de los árboles. Me acerque, pues ¡Era hipnótica! Cuanto más me acercaba, más se acrecentaba mi sentir de que ella siempre estuvo ahí. No, no era un enamoramiento, si no más bien desconcierto ¿Quien era? ¿Que hacia sola en la mitad de una plaza? ¿Porque modulaba suavemente sus labios? Acaso ¿Le preocupaban las hojas al igual que a mi?

Es común que no nos guste interrumpir la tarea que realiza algún extraño con tanta concentración, pero no pude resistirlo más e interrumpí.

-Disculpe, no quiero faltarle el respeto, pero me trae desconcertado su actitud, parada en la mitad de una plaza, sola y hablándole a las hojas...

-¡No estoy hablándole a las hojas! -dijo interrumpiéndome, seguido de una infantil risa- hablo conmigo, que es algo más común ¿Verdad? -continuó tranquilamente.

-¡Bien! Es verdad, es más fácil encontrarse con gente que se habla a si misma, yo lo hago, pero ¿Por qué mira las copas de los árboles y se entristece? No quiero faltarle el respeto, por favor, solo me dice y me retiro sin más palabras.

-¡No! Quédese, su compañía me hace bien. Miro las copas, pero miro aun más las hojas. Me dedico a contarlas, una a una, copa por copa; es una tarea ardua, pero me llena de esperanzas. Y sí, es tristeza lo que siento ahora: solo unos días pasaron desde que mi amado se fue, solo unos días desde que volvió a emprender su trabajo. Desde el principio de nuestras horas se nos ordenó que nos amasemos, ¡Y que fácil era! Días soleados, corriendo por parques y campos de flores, por riberas de arroyos empedrados, jugando a las escondidas entre los bosques y riéndonos juntos en un abrazo eterno de amistad y compromiso. Todo estaba bien, y viendo nuestros logros, se le encargo a mi compañero una nueva misión: debía ahora cumplir dos órdenes simultáneas, amarme y recorrer el mundo para devolverle la hermosura a otros rincones que habían perecido sin amor. Pero él es más rápido que yo: mientras que yo recorría una distancia y llegaba a la próxima ciudad, el llegaba, la embellecía y se marchaba. Si él me esperaba, su trabajo se transformaba en un fracaso; si pasábamos mucho tiempo juntos, ¡Las ciudades y sitios distantes de deshacían! En cambio, si pasaba mucho tiempo lejos de mi, nuestro compromiso se debilitaba. ¡Que difícil se hacían nuestros encargos! Así que él se dedicó a terminar de reparar todo muy rápido para luego compartir mucho tiempo juntos, pero daba igual, permanecía lejos. Es por eso que cuento hojas, las cuento para distraerme; cuento hojas de árboles que ustedes llama “de hoja caduca”, pues si quito esas nadie lo sospechará. Las quito y las cuento, todas las sumas dan impar, y es bueno que sea así, pues creo que son mensajes que mi amigo me deja mientras pinta a nuevo cada árbol. –frenó y tomó aire muy profundo, estaba feliz de contarme toda aquella historia, y yo emocionado como un niño no podía dejar de escucharla, ni me animaba a interrumpirla; luego de pasear su mirada por el parque volvió a las copas y prosiguió- hace poco que él se fue, y desde ese instante que estoy quitando las hojas: las quito y las cuento, ¡Y todas sumadas dan impar! Me gusta pensar que es un mensaje, ¡Me llena de esperanza! Cuanto más rápido quite las hojas, más rápido él volverá a pintar estos árboles.

Hasta ahí no más llego nuestro diálogo, pues ella se concentró en sus hojas y yo no tuve palabras ni preguntas que pronunciar. Di media vuelta y caminé hasta la esquina de la plaza; solo por curioso giré para mirarla y efectivamente seguía allí, con la mirada fija en las hojas, mientras estas caían a su lado. De un sacudón me deshice de la idea y seguí casi cuatro cuadras hacia mi casa, pero tan pronto como me quise olvidar de lo sucedido, todo volvió a nacer lleno de interrogantes ¿Cómo no me di cuenta de cuán fantástico había sido todo?

Corrí tan ligero como pude, pero no estaba más en aquella plaza; recorrí algunas calles laterales y también otras plazas cercanas, mas no logré encontrarla. Pasaba por aquellos lugares cada vez que hacia un mandado en la ciudad, pero no pude cruzarla ni un solo día. De tanto pensar llegué a la conclusión que en una sola pregunta estaba la respuesta: “¿Cuál es el mensaje que pinta su amante en las hojas de los árboles?”

No me incomodaba que los hechos suenen a fantasía. Mucha gente se rió cuando le conté lo sucedido. Aunque me forzaba a olvidar, siempre renacían las ideas. Mientras caminaba por la ciudad, no podía resistir la tentación de contar las hojas que se desprendían de los árboles. Era una obsesión con una sola salida, ¡Pero jamás la encontraba!

Fue tan solo tres meses después que di con una pista. Pase por el costado de aquella plaza donde comenzó todo, y la vi, nuevamente concentrada en las últimas hojas de un roble. No pregunte nada ni dejé que me viese; me escondí muy cerca para escuchar las palabras que dijese al caer las tres últimas hojas. Se desprendieron una a una, al son de las palabras que la joven pronunciaba, y al terminar las tres su vuelo, ella soltó una dulce risa y dio pequeños saltos, casi infantiles. ¡Que feliz se la veía! ¡Cuanta esperanza tenia en sus ojos! ¡Como iluminaba su sonrisa! Volví en mí, ella ya no estaba. De todas formas, yo había encontrado la respuesta.

¡Era tan simple! Es por eso que ya no me animo a arrancarle las hojas a los árboles. Ahora, en cambio, no soporto ver a mis vecinos golpeando las ramas con las escobas o los niños jugando a las escondidas, camuflándose, en las copas. Debo admitirlo, más de una vez, mientras esperaba el colectivo, me he puesto a contar las hojas y verificar que den impar, pero era una cuenta inútil y desesperante. Me exaspera pensar que los árboles se equivoquen; me perece insoportable la idea de que talvez yo fuese la causa de que la cuenta de par y que los ojos de esa hermosa muchacha pierdan la esperanza. No concibo que por mi causa o por el descuido de la gente, que la naturaleza o un incidente involuntario, se modifique el delicado equilibrio de aquel pintor de primaveras; no puedo pensar un mundo sin la luz de la sonrisa pacificadora de aquellos labios.

¡Me desespera! ¡Es demasiado inquietante! ¿Por qué… por qué tuve yo que escuchar esas palabras? Eran tan simples, tan infantiles, y sin embargo, en esas palabras ella basaba toda su esperanza…

Me quiere…

No me quiere…

¡Me quiere!

jueves, 24 de febrero de 2011

Cap 1 - Canto de un trovador

T

rato siempre de mantenerme dentro de mi hogar; el pueblo queda lejos y muchas de las tareas de compras las realizan otros integrantes de mi familia. Si debo conseguir algo y nadie puede ir en mi lugar, espero alguna ocasión en la que pase cerca del pueblo para comprarlo. Esta es una de esas veces, estaba interesado en hacer un regalo secreto e importante, y no podía darme el lujo de confiar en alguien la compra; no quería confiar porque me interesaba que no se arruinase por nada el secreto y porque un regalo debe ser algo personal para que no pierda sentido. En fin, el obsequio no tiene mayor importancia en la historia, solo fue una excusa del destino para sacarme de la calma de las tareas del hogar.

Salí de casa y caminé por un sendero de tierra hasta la ruta comercial: ¡Cuánto ruido! ¡Cuanta bulla! Las personas haciendo negocios en pleno camino, los carruajes cargados hasta más no poder con caballos que los tiraban en ligero trote y los conductores que no deparaban en los transeúntes como yo. Ni bien pude me desvíe de esa ruta por un sendero que, aunque descuidado, sigue siendo popular. Me crucé con algunos vecinos, intercambiamos saludos, noticias familiares, las subas y bajas en el mercado de frutas, las buenas mercancías traídas de la ciudad y la nueva exposición de pintura. Entre todo alguien me contó, no se quien, del recién llegado circo ¡Esa si es una razón para salir de casa! ¡Un circo itinerante no se ve todos los días! “Se ve la carpa desde la plaza del pueblo” dijo un sujeto a otro mientras yo pasaba a su lado. ¡Que emoción! Quería saber cuanto tiempo se quedarían y cuanto costarían las entradas, así que apure el paso, dejando atrás los pinos del bosque y entrando de lleno en el llano del poblado. Saben, la palabra “poblado” puede dar un aspecto de pequeño y descuidado, pero sepan lo contrario para mi pueblo: es pequeño, pero muy transitado, tanto que desde la ciudad ordenaron empedrar todas las calles y dejar prolijos los claros exteriores para facilitar el comercio. Cuando las calles estuvieron lindas, todo el pueblo complotó para embellecerse: pintaron las fachadas, los negocios pusieron carteles, manteles en las mesas de las casas de comida, y los comerciantes mayores mudaron sus puestos a las afueras, dejando libre la plaza para vendedores de reliquias y cantores.

Caminé ¡Y como caminé! Di vueltas y vueltas buscando un buen regalo, pero terminé en la plaza mirando chucherías viejas y algunos objetos que son reliquias por su rareza o vejez. Mientras ojeaba algunos libros llenos de polvo, pues los libros son verdaderas reliquias, escuché una melancólica voz; la fuente de ella era un hombre en el centro de la plaza, parado con los brazos en alto sobre una raíz del viejo ombú. Era un trovador, uno de esos viajantes que se dedican a contar historias y noticias, que visten trajes pintorescos y acompañan sus canciones con el sonido de un instrumento de cuerdas. Este, sin embargo, había dejado el instrumento dentro del estuche en el piso. Tenía en los ojos tristeza y la sonrisa un poco forzada; su voz era particularmente atrapante, por lo que me dispuse a escuchar. Apartado a unos diez metros, me mantuve distante; pero los niños y algunas madres merodeaban alrededor del sujeto, preguntando por la ciudad y pidiendo que recitara cuentos o poemas. El trovador se aclaró la voz, se inclinó hacia los niños y las jovencitas, y comenzó a cantar acompañado de las figuras de sus manos que intentaban dar forma a las palabras.

A continuación escribo los fragmentos que recuerdo; pueden mantener la seguridad de que está muy completo y con palabras fieles al sentido. Creo que una o dos son diferentes, pero no trastornan la historia. El canto decía así:


Como hormigas debajo de su cama

se movía ese ejército extraño

que a la inocente princesa asustaba

como a todas las doncellas de antaño.


Simple como niña miedosa

rehusaba irse a dormir

y a todo el palacio desvelaba

para que espantase al ejército vil.


Ninguno pudo lograrlo,

ni cocinero, granjero, albañil;

ni los grandes campeones de guerra,

ni los magos con hechizos mil.


Hasta que un sabio olvidado

desde lejos vino a servir

para que la dulce princesa pueda

el sueño al fin concebir.


Dijo que no era necesario

al extraño ejercito combatir:

simplemente habría que dormirlo

para que ella pudiese dormir.


Juntó del parque las flores

todas de blanco jazmín,

y con ese intenso aroma

al ejército hizo dormir.


Esa noche la princesa pudo

la paz y calma sentir,

y en las tardes flores juntaba

de las plantas del inmenso jardín.


Pero quiso el rebuscado destino

que la ultima flor de jazmín

se fuese con su preciado aroma

en el pico de un colibrí.


¡Que desgracia! ¡Que desatino!

¡Que imprudente aquel colibrí!

¡Que amarga jugada el destino

a la princesa le puso a vivir!


¿Quién pudiera hacer que ella

al descanso logre llegar?

Que ese dulce sueño de calma

pueda en las noches conciliar.


Se corrían rumores en las calles

que del bosque alguien llegó;

en su hombro apoyada un ave

que por el camino lo guió.


Era rara aquella persona

si persona se pudiera decir:

era mezcla de animal y humano

con aspecto de lobo gris.


Entre sus palmas traía

con cariño una flor de jazmín

y hacia el palacio iban

él y el ladrón colibrí.


Toda la gente gritaba

espantada por el extraño ser

que sin inmutarse seguía

como quien cumple su deber.


Caminó hasta la puerta

del gigante palacio real

pero lo rodearon soldados

que lo querían arrestar.


Sin decir una palabra

solo sus palmas abrió

y a la orden el paso le dieron

porque el capitán comprendió.


Recorrió el largo camino,

esquivó las plantas de todo el jardín,

trepó hasta la ventana de la princesa

y en el marco colocó el jazmín.


El trovador hizo una pausa, observó de lejos las nubes de tormenta que se aproximaban con velocidad; fue ahí que pude observar la carpa del circo y recordé que debía ir a buscar información. El viento empezó a soplar fuerte y levantar las hojas y el polvo de la plaza, pero el hombre tomo aire y continúo:


Cuando él llegó al suelo

en la ventana la princesa asomó

entonces levantando la vista

el lobo se expresó:


“Oh, honorable princesa

desde el bosque vine hacia aquí,

me contaron que solo el sabio pudo

al drama la solución esgrimir”


“Me contaron también las aves

que las flores eran solución

pero que de vuestro jardín se terminaron

las de la actual estación”


“A mi presencia llegó un mensajero

angustiado por la situación

me contó cada detalle

y de prueba trajo una flor”


“Prometió serme de guía

hasta vuestro palacio real

porque confía que mi instinto

a usted podrá ayudar”


“No soy mago ni sabio,

ningún libro logré leer,

la vida ha sido suficiente

consejero de mi ser”


“Los animales me consultan

si habrá agua o habrá sol,

si la caza será exitosa

o si hay que escapar del cazador”


“Les contesto a cada uno

lo que pronto ha de ser

pues mis ojos más allá

del horizonte logran ver”


“Es por eso que aquí estoy,

estimada autoridad,

para poner mis sentidos

en su causa trabajar”


“He caminado todo camino,

todo pueblo me ha visto andar;

para muchos soy leyenda,

para otros soy maldad”


“No se preocupe por mi,

respetada majestad,

no le pediré recompensa

ni me permitiré le asustar”


“Todas las noches, todas

las precisas flores usted tendrá

las apoyaré con delicadeza

en el marco de la alcoba real”


“Me despido princesa

a buscar vuestra flor,

para esta noche usted ya tiene

aquella con la que el ave me guío”


“No emita palabra, no,

no malgaste su voz,

estoy acostumbrado a que la gente

esquive este hombre-lobo feroz”


“Puede ser que ya no me vea

y mensajeros envíe yo,

soy tan solitario como el viento

y tan callado como el sol”


El lobo dio media vuelta

y a paso firme se alejó,

atravesó todo el pueblo

y en el bosque se internó.


Desde entonces cada noche

en el marco hay una flor:

gracias a ella la princesa duerme

con la calma del perfume en derredor.


Se ha escuchado por los pueblos

que al lobo se lo vio

caminaba junto al viento

bajo la lluvia, bajo el sol…


Terminó de recitar su canto y permaneció callado con los brazos en alto, mirando las nubes oscuras mientras su ropa se movía con el capricho del viento. Algunas jóvenes acercaron monedas y frutas al trovador, el cual aceptó con gusto; yo permanecí quieto al amparo de un árbol y no tuve la generosidad de agradecer por el canto. El hombre tomó su instrumento del suelo y emprendió su marcha detrás de los niños y jóvenes que buscaban refugio a la tormenta. En el aire, el aroma a tierra húmeda se hacia presente y fue el que me indicó que debía apurarme para regresar a casa. Fui hacia el circo y pregunte los horarios, el precio y hasta que fecha se quedaban en el poblado. Luego, regresé por el descuidado sendero popular. Mientras pasé por el pueblo no encontré a nadie, todos se habían refugiado ya; uno o dos carros salpicaban por las calles y hacían chillar a las piedras del camino. Luego el claro de los grandes comerciantes, lleno de carpas y en silencio. Por último la entrada del sendero, oscura y tenebrosa ¡Pero era el camino más rápido!

Caminé ligero, forzando la vista para ver correctamente el camino; por lo bajo el ruido del agua en las hojas, por lo alto el viento mecía las copas. La última luz del sol de la tarde que lograba atravesar las nubes se filtraba bondadosamente por los árboles y me dejaba distinguir el camino. Se fue haciendo más oscuro y las hojas junto al barro se pegaban a mis zapatos. Comencé a entrecerrar los ojos para que no me entrase agua, pues la lluvia se había vuelto más fina y constante. En un instante solo podía ver a la distancia de un brazo y fue cuando sufrí un fuerte golpe en el hombro izquierdo que me tumbo al suelo embarrado. Sentí un miedo terrible, un escalofrío recorrió mi cuerpo e intenté recomponerme, pero resbalé. Se acercó una sombra y con una grave y un poco ronca voz me dijo “disculpe, no fue mi intención” mientras me ofrecía su mano para levantarme. El sujeto llevaba un tapado de cuero y la capucha puesta por lo que pude ver gracias a la luz de un relámpago. Tomé su mano y me levantó, se fue sin despedirse. Malhumorado me limpié el barro como pude, y mientras me acomodaba un poco los pantalones pude divisar un brillo blanco en piso. Quise tomarlo, pero antes de que alargase mi mano un ave muy pequeña lo apretó con su pico y forzadamente lo llevó volando en la dirección por la que el sujeto se alejó. Un nuevo relámpago me permitió ver al hombre a unos 30 metros con algunas aves rodeándolo. Luego, una repentina ráfaga de viento trajo a mi presencia el dulce y delicado aroma de jazmines.

Logré llegar a casa, mas el resto de la historia ya no tiene sentido.