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Uno de los días de mi trabajo llegué muy lejos al borde del último horizonte, justo antes de que la tierra pegue la vuelta. Allí había unos pocos árboles para despertar, pero como estaba cansado me senté en las raíces de uno de ellos. Al instante escuché unas risas opacas y lejanas, parecía que eran un montón de niños jugando, pero no se veía nada. Después de un rato comenzó un desfile magnífico de rombos, rectángulos y círculos de colores blanco, gris oscuro y negro, todos brillantes en la oscuridad; los cargaban personitas traslucidas que al llegar al valle de los árboles los arrojaban al aire y los remolcaban con hilos casi invisibles. Un ratito después el viento empezó a soplar fuerte y tan fresco que me tuve que acomodar la bufanda, pero cumplía con su misión de elevar las formas ordenadas en el cielo oscuro de la noche naciente. Me dio mucha curiosidad, por lo que me quedé los siguientes atardeceres. Para mi sorpresa descubrí que la coreografía se repetía a la perfección: misma ubicación, mismos colores. Hasta que en ocasiones faltaban personitas y la forma final quedaba incompleta.
Parece una locura, pero nosotros juntos muchas veces lo vimos: cuando nos sentábamos a compartir en silencio la noche, murmurábamos “¡Que hermosa es la luna!”.